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Ampliar la base de cómputo rebaja la pensión media
Antonio Anton
30-12-2010
Artículo extraído de www.nuevatribuna.es
Ampliar la base de cómputo rebaja la pensión media

La ampliación del tiempo para calcular la base de cómputo de la pensión desde los 15 años actuales hasta los 25 supone una rebaja global de la pensión media a percibir en torno a un 5%. No obstante, su impacto no es homogéneo y afecta desigualmente a diferentes segmentos, e incluso puede beneficiar a una pequeña minoría.

Es una propuesta gubernamental para la reforma del sistema de pensiones que pasaría por la edad intermedia de los 20 años y con la vocación de incrementarla a toda la vida laboral. Esta medida impulsada por el PSOE tiene el apoyo del PP y las derechas nacionalistas (CIU, PNV y CC). Por tanto, cuenta con una amplia mayoría en la comisión parlamentaria del Pacto de Toledo que ha aprobado el conjunto de sus recomendaciones con el rechazo de la oposición de izquierdas (IU-ICV, ERC y BNG). Se añade a la principal medida, más agresiva, de la prolongación de la edad legal de jubilación a los 67 años que ha suscitado un amplio clamor social en contra, solo es apoyada ahora por el partido socialista y no cuenta con el aval del resto de grupos políticos. Todo ello exige un análisis riguroso de sus distintos efectos y su significado sociopolítico.

Considerando el salario medio como indicativo de la base de cotización a la Seguridad Social que constituye la base reguladora para calcular la pensión, tenemos los hechos siguientes. Considerando los últimos 15 años –de 45 a 59 años- la media salarial es de 24.354 euros, y pasando a 25 años –de 35 a 59 años- sería de 23.232 euros. La ampliación del cómputo en esos diez años produciría una reducción para el conjunto de las pensiones en torno al 5% (4,83%). En el caso de ampliar la ‘contributividad’ a toda la vida laboral, con la media salarial de 20.390 euros, la reducción sería del 16,3%. La ampliación de esa base de cálculo hasta los 20 años, según fuentes gubernamentales –utilizando datos de cotizaciones reales, no disponibles públicamente- su impacto reductor medio es un 3,6%. En este caso, siguiendo con los datos aquí expuestos de la estructura salarial la reducción total no llegaría al 3%, pero se acercaría al 5% para el 70% de asalariados que salen perjudicados.

Las carreras laborales –con las cotizaciones sociales correspondientes- son diversas. Dejando aparte a los autónomos –es razonable evitar su ‘compra’ de pensiones y ampliar su base de cómputo a 20 años, ya aprobada en los Presupuestos Generales del año 2011-, se pueden definir tres bloques fundamentales en la población asalariada. Una parte significativa de las personas ocupadas a partir de los 54 años pasan al paro y sus ingresos y cotizaciones se reducen considerablemente. Aumentar la pensión de los parados mayores, muy necesario y equitativo, es fácil: calcular su base reguladora sobre sus últimos años de ocupado –o a libre elección-, sin verse perjudicado por los ingresos inferiores de su periodo de desempleo. Pero esa opción está descartada abiertamente en el plan gubernamental. Con ese aumento del tiempo de cómputo, podría beneficiarse hasta un 10% de personas con las carreras laborales precarias en los últimos años de su vida laboral. La opción gubernamental, bajo el pretexto de mejorar (escasamente) la pensión de esos desempleados, lo que produce es esa reducción del 5% de la pensión media. Para un segundo bloque, en torno al 20%, esa ampliación puede ser neutral: capas acomodadas con ingresos superiores al límite máximo de 3.198 euros de base reguladora mensual en esos diez años ampliados. Por el contrario, para el tercer bloque del 70% restante –capas trabajadoras ocupadas-, al computar 25 años, la rebaja sería en torno al 7%, más perjudicial que ese 5% que es la media de reducción para el conjunto. Al margen quedan las personas asalariadas –menos del 2% en el Régimen General, mayoría mujeres- son solo 15 años de cotización, que suelen recibir la pensión mínima –muchas con complementos de mínimos- y que no se verían afectadas al no poder recortarles más su pensión.

No obstante, en esta ocasión, es difícil colar un recurso ambivalente habitual de muchas ‘reformas’: adoptar una medida con la que, por un lado, se favorece a una pequeña parte –a veces vulnerable- y, por otro lado, se perjudica a la mayoría; aprobar una mejora parcial al mismo tiempo que un recorte sustancial. Ha sido evidente el objetivo gubernamental de reducir el gasto público previsto en pensiones. Su impacto perjudica a la mayoría, rebajando su futura pensión. Queda desacreditado el argumento tradicional del Pacto de Toledo de que la ampliación de la base de cómputo mejora la protección del sistema público.

Uno de los criterios para definir el importe de las pensiones es la contributividad: relación entre lo aportado (cotizado) y la cantidad mensual de la pensión. Se busca una relación equitativa o proporcional entre lo contribuido y lo percibido. En un sistema público de reparto existen otros criterios fundamentales que limitan y se combinan con la estricta contributividad. Además de la solidaridad –intergeneracional y hacia las capas bajas-, el principal fundamento es la garantía de protección suficiente e indefinida hasta la muerte. Independientemente de lo aportado (con el mínimo de quince años, dos con posteridad a los 50 años) el sistema sufraga la pensión contributiva de por ‘vida’ –aspecto que beneficia más a las capas con empleo cualificado que viven más años-. Es una garantía de seguridad frente a la incertidumbre de la duración de la vejez. Por otro lado, respecto del criterio de contributividad, es preciso ajustar situaciones no equitativas de distinto signo. Pero en unos casos son privilegios a eliminar y en otros casos condiciones injustas a corregir.

No obstante, el fondo de la posición de ‘ampliar la contributividad’, por la vía del incremento de los años de cotización para el cálculo de la base reguladora, lo que persigue es reducir el coste global de las pensiones, no mejorar su equidad o su intensidad protectora. Ese criterio, al igual que en anteriores reformas, se utiliza como pretexto para contener o recortar el gasto de las pensiones públicas. El sistema actual ya es suficientemente contributivo; hay que hacerlo más justo y más protector. El criterio de contributividad tiende a individualizar el riesgo, basar la protección en la propia autosuficiencia y debilitar la cultura de solidaridad y protección colectiva e institucional de los riesgos. La pensión contributiva (mensual) reproduce la desigualdad de la relación salarial (o contributiva) anterior. No se basa tanto en la ‘igualdad’ sino en la equidad –proporcionalidad- respecto de las cotizaciones realizadas. Pero el sistema actual de reparto tiene componentes de suficiencia y solidaridad que una contributividad estricta tiende a debilitar. El principal componente de la pensión de jubilación debe ser la garantía de protección pública e indefinida –durante el resto de la vida- en la vejez, aspecto que hay que reforzar para que sea suficiente.

En el actual contexto de planes de austeridad del gasto público y de contención del gasto social en pensiones, el objetivo gubernamental de su recorte ha sido evidente. No ha podido convencer a la sociedad de que la ampliación de esa base de cómputo tiene solo las buenas intenciones solidarias con el sector desfavorecido de los parados mayores. El objetivo de ‘ampliar la contributividad’ no es la equidad sino la reducción de las pensiones.

Además, está la experiencia de las anteriores reformas basadas, precisamente, en la ampliación del tiempo para el cómputo de la base reguladora: de dos a ocho años la del año 1985, y de ocho a quince años la del año 1996. Según la mayoría de analistas de distintas tendencias y sumadas ambas reformas, con esas ampliaciones del tiempo de cómputo, el recorte acumulado de las pensiones estaría entre el 15% y el 20%. El Ministerio de Trabajo en el año 2003 (gobernando el PP), reconocía que el Pacto de Toledo, hasta el año 2020, tenía un impacto reductor del gasto en pensiones, aunque según él era ‘limitado’ y no llegaba a un punto del PIB (exactamente el 0,68%); pero con esa misma estimación sobre un gasto de las pensiones del 9% del PIB, la conclusión es que sólo esa segunda reforma, del año 1996, significa una reducción del 7,5% del coste total de las pensiones públicas, es decir, un recorte medio significativo.

Rebajar ahora –por tercera vez y sobre unas pensiones bajas- para evitar reducir después tiene menor poder de convicción. Ese sacrificio, si se llega a imponer, no permite mejorar las pensiones futuras sino que está ligado a otra dinámica: la disminución de la intensidad protectora pública junto al estímulo de los sistemas privados, la imposición de la precariedad y la austeridad a las capas populares, la ausencia de responsabilidad a los causantes de la crisis y la evidencia del proceso de reestructuración regresiva del Estado de bienestar

En esta ocasión, el recorte de la pensión media producido por esta ampliación de la base de cómputo es más evidente, y hasta lo reconoce el propio Gobierno. Admitir concesiones en este aspecto no asegura conseguir similares o mayores ventajas en otros. En la situación presente tampoco vale el argumento de escoger un mal menor (reducción del 5%) para evitar un mal mayor (67 años, con recorte entre el 10% y el 16%). No existe solo un problema de comunicación gubernamental; su voluntad de imponer las dos graves medidas y disminuir el gasto público social es clara. El argumento demográfico del mayor envejecimiento no es suficiente ni hace inevitable este recorte; la garantía de un sistema público con unas pensiones dignas, es una opción política y distributiva. En estos meses, en la justificación de su política socioeconómica ha prevalecido la supuesta función de apaciguar con ella la presión de los mercados financieros e instituciones internacionales, su exigencia de garantías del pago de la deuda pública –aunque en este caso la Seguridad Social tiene superávit-, el ‘disciplinamiento’ del gasto social. Los efectos son, por una parte, el deterioro de los derechos sociales y laborales, la rebaja de las pensiones públicas, y, por otra parte, el fortalecimiento del poder económico, la ampliación de una nueva oportunidad de negocio al sector financiero al estimular los fondos privados de pensiones. La consecuencia: el retroceso en la ciudadanía social y laboral.

La reforma actual de las pensiones está ligada a una gestión política antisocial que hace recaer los costes y efectos de la crisis en las capas trabajadoras y los sectores más vulnerables. Su orientación es una salida conservadora. Aunque exista una mayoría parlamentaria que avale este recorte de las pensiones públicas, es muy dificil un acuerdo de los sindicatos a esta involución antisocial. El diálogo social ha sido roto por el Gobierno (y la patronal), que impone su política regresiva y no ofrece margen para una negociación sustantiva que permita mantener y mejorar los derechos sociolaborales. El conflicto social continúa para defenderlos y reequilibrar el poder contractual de las clases trabajadoras y el sindicalismo.

Junto con la prolongación de la edad legal de jubilación a los 67 años, esta ampliación de la base de cómputo también rebaja la pensión media y reduce la protección social de la mayoría de trabajadores y trabajadoras. Es, por tanto, un motivo más para el rechazo sindical y ciudadano a esta reforma del sistema de pensiones, para exigir la rectificación de su política socioeconómica. La alternativa es la defensa de los derechos sociales, promover más empleo de calidad, fortalecer el Estado de bienestar, mejorar el sistema de protección social.

Antonio Antón, Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid



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